La sociedad industrial es una realidad del pasado. Estamos inmersos en una transformación encaminada hacia la sociedad informacional. Y los Centros educativos tenemos el deber de adaptarnos a esta nueva realidad. Lejos queda la época en que los papeles sociales estaban perfectamente asignados, de modo que el padre y la madre tenían claramente deslindadas sus funciones. Si un alumno/a era reprendido en la Escuela, sus padres hacían lo mismo en la casa, y aparentemente, escuela y familia iban de la mano, al menos en los temas disciplinarios. Hoy día la realidad es bien distinta. Los jóvenes cuestionan todos los aspectos, y la convivencia no puede seguir establecida sobre la base de “roles” imaginarios que se sustentan sobre pies de barro.
Es necesario establecer una comunicación dialógica que procure llegar a acuerdos y consensos. Todos y todas tenemos que trabajar en esta dirección. La jerarquía posicional tiene que dejar paso a la relación consensuada, basada en argumentos de validez y no en argumentos de poder que, si bien nos han funcionado hasta tiempos recientes, hoy día alimentan la crispación y la rebeldía. Y la Escuela no puede estar ajena a esta realidad, con todo lo que ello conlleva.
Es un nuevo reto. La comunidad en su conjunto tiene que formar parte de la realidad educativa de los Centros. Y esta incorporación no puede seguir basándose en relaciones institucionales, vía Consejos escolares, demasiado encorsetados.
¿Y qué estamos haciendo desde la Escuela? Junto a todos estos cambios miramos los Centros y vemos que han cambiado muy poco, exceptuando algunos aspectos de la Etapa de Educación Infantil y algunas experiencias en Educación Primaria. Seguimos considerando como elemento básico de referencia un profesor/a con un grupo al que tiene que trasladar una serie de conocimientos con metodologías más o menos activas, contenidos determinados por nivel o ciclo que se pueden flexibilizar más o menos en función de las características individuales o del contexto del Centro, y cuyo nivel de asimilación se comprueba en las diferentes evaluaciones, donde el alumno/a tiene que “volcar” todo lo que ha retenido, memorizado y en el mejor de los casos construido.
En esta dinámica y ante los problemas que van surgiendo de fracaso escolar y de convivencia no se suele pensar que hay que cambiar la Escuela. En general, se tiende a considerar que el problema es del alumno/a o de su familia y su entorno. Esto, a menudo, lleva a adoptar medidas más o menos segregadoras, como pueden ser sacarles del aula para compensar sus deficiencias, organizar grupos flexibles y/o elaborar adaptaciones curriculares individualizadas eliminando contenidos complejos y necesarios, con lo que de antemano se renuncia a alcanzar los objetivos de la Etapa aunque dicho alumno/a no tenga ninguna discapacidad. En nuestra Educación Secundaria solemos agrupar a quienes tienen más dificultades, sacándoles del aula ordinaria y si es posible del Centro. En fin, toda una serie de medidas que a estas alturas, al menos a muchos docentes de este nuevo siglo, nos parecen absolutamente encaminadas al fracaso académico y evidentemente, de convivencia. Y a las pruebas basta remitirse.